Me despierto una mañana cualquiera, de un mes cualquiera, de un año cualquiera. He dormido tres horas y no quiero (no quierooo!) salir de la cama, pero el Sol me recuerda que el día ha empezado y que hay muchas cosas por hacer. Miro el teléfono, porque una parte de mi espera un mensaje o una llamada que no llegará.
Me estiro mientras pienso hoy me quedaré en la cama, pero no. Me levanto con una maraña de ideas que iguala a mi pelo, cojo una goma, me recojo el pelo. Voy pensando que he soñado algo extraño, porque no puedo tener sueños normales. Acaricio a los gatos que vienen a recordarme que hace mucho que se despertaron. Respiro hondo.
Me siento a meditar. Estoy aquí. Estoy ahora. No soy, sólo estoy. Poco a poco se levanta la niebla, mientras en el silencio de mi casa, las paredes me recuerdan que hay que cosas que hacer. Hay que tomar decisiones. Seguir el ritmo a la vida, porque si no la vida seguirá su ritmo sin ti. Hay que vaciar alguna caja que se resiste a abrirse. Hay que pasar una escoba por esa escalera. Hay que hacer tantas cosas, que me aturdo. Me siento en el ordenador y el sonido de las teclas se va llevando los silencios y las ideas. Ya está. Respondo unos correos, escucho alguna canción, respondo algunas llamadas y después... silencio y más silencio.
Pasan las horas mientras hago cosas que no tienen importancia, para no hacer las que sé que tengo que hacer. Porque la felicidad es a veces buscar una excusa para procrastinar un poco más... Y mientras despierto me recuerdo que hoy seré más feliz que ayer, y que mañana será mucho mejor.
La felicidad no es una cantidad finita, no hay limite, es una capacidad expansiva que, al principio, sólo puedes llenar tú.